miércoles, 21 de julio de 2010

Contar

He visto cosas increíbles.
Y fui compañero de los árboles
que me contaron, tormentas mediante,
historias de mejores tiempos.
De cuando el aire era eterno
y no se perdía en la putrefacción.
De cuando el agua era el espejo
en el que se reflejaba lo verdadero.
Cuando la tierra era tierra y no suelo de concreto.
Cuando los caminos eran andados
y pocos eran los viajeros.
He visto a las nubes acariciar las montañas
al nacer temprano el día.
Vi a las hojas ser descanso de lluvia y nieve.
Hasta las vi ser mimadas por los rayos de sol.
He visto a los pimpollos florecer.
A los frutos caer del árbol.
Al pasto, hoy verde ceniciento,
crecer desde la semilla que cayó del pico
del pájaro que estaba de paso.

Vi nacer.
Vi vivir.
Vi morir.

Pude ver al agua escapar de la nube progenitora.
Pude verla correr al encuentro de su amor
y juntos fundirse en un beso que solo sabe de pasión.
Que solo conoce el amor en que dos se hacen uno.
Dos que se funden en un solo ser
a los ojos del resto, que en silencio,
se retuerce de la envidia.
Que sucumbe ante el deseo de vivir algo así.
De tenerlo y poder guardarlo en algún cajón.
En la mesa de luz.
Para ya no tener que sufrir la noche en oscura soledad.
Para que el único abrazo ya no sea el del viento
que se cuela por las hendijas de la persiana.
Para que la ventana ya no vomite el frío sobre la cabeza
y congele los sueños de la madrugada.
Para reírse de las leyes del universo.
Para dejar de ser desconocidos.
Para concluir la búsqueda que forzó atemorizado
el antiguo dios de otros altares.
Para volver a ser uno ellos dos.

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jueves, 15 de julio de 2010

Un día

¿Cómo acomodarme a esta desordenada sensación?
Me impusieron una camisa de fuerza que constriñe toda emoción.
Me ataron de pies a cabeza.
Asesinaron nuestra diversión.

Por la puerta a medio abrir
entra el fresco que no pide permiso.
Tiene el gusto del invierno.
El gusto que el frío deja cuando te agarra de la mano.

En un colchón de hojas secas
me voy a tirar a dormir una siesta
que sepa mitad a tu cariño y mitad a tu belleza,
para despertar renovado a orillas del sol que sale.

Pero hoy te pido que no quememos nada.
Que lo bueno sigue siendo bueno,
aún cuando el cielo se deprima y las palabras no salgan de casa.
Aún cuando lo malo siga siendo malo.

Cuando las ideas se cierren y el puente se deshaga
si querés podés pedir un abrazo.
Pero todo lo que va viene,
y si me confundo voy a correr a tus brazos.

Por más bien que me siente esta camisa
comienza a darme urticaria.
Pero ahora que cuento con vos, somos dos,
va a ser más fácil desabrocharla.

Así que mejor me la saco y la tiro
y me libro de posibles desgracias.
Con tamaño obstáculo lejos
cualquiera recupera eficacia.

Me honraría me acompañes
a mi colchón de hojas doradas,
que sobre el cielo se posa
un escenario de estrellas plateadas.

Ahora que la noche nos abriga
y nos recibe con toda elegancia,
quedémonos sentados,
(dormidos) a esperar la tersa luz del alba.

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jueves, 8 de julio de 2010

Apagones

En el último de los callejones en los que una persona debería estar, ahí estaba yo. En un lugar en el que nunca supe andar, ahí me encontraba; como por arte de magia.
Mis pies tenían ruedas. Patines que se podían poner y sacar. Y me los saqué. Decidí dejarlos en un tacho de basura cerca del colegio. La idea era esconderlos hasta nuevo aviso. Hasta el momento en que fuesen otra vez necesarios. Y ahí quedaron… En un lugar seguro.
La noche cayó tan de golpe que no fue real. Después de recorrer las calles que sí conocía, escondiéndome en la oscuridad, llegué adonde ahora me encontraba. Al callejón.
Pero no estaba solo. Estaba con dos de mis amigos. Pero no los conocía. En ese momento eran como humo. Eran parte de un trasfondo. Sin embargo allí estaban.
Ahí en el callejón nosotros tres, solo hasta donde se podía mirar. En el callejón. Y de repente… ya no éramos tres. Éramos cinco. Entre lo poco que pude descifrar de lo que me dijo escuché: “Hola, soy tu fan.” ¿Qué?, le pregunté.
Este callejón, las paredes, no hay aparente salida. Allí estábamos los cinco.
De repente el escenario se abrió y como si una persiana se hubiese levantado amaneció el sol. Sin embargo la sensación de claridad hacía rato habitaba el callejón. ¿En qué momento ocurrió?
Así los cinco, ¿o éramos cuatro? Bueno, estábamos caminando. Ellas dos eran algo más jóvenes. Tenían la sonrisa que podía tener una niña. Pero ellas no eran niñas, aunque eran más jóvenes que nosotros tres. Sonreían. A cada paso sonreían. Y vislumbré cierta malicia.
La atmósfera no me gustaba. Por la vereda, contra la pared, caminábamos. Y ellas atrás. Creo que en un momento eran más de dos. Ellas con su sonrisa de niñas. Creo que llegaron a ser cinco. A estas alturas ya no sé cuantos éramos en total.
En su actitud algo colegial las escuché murmurar. Ese murmullo juvenil que ya no me cae bien. ¿O es que antes no lo percibía tan crudo como ahora? El punto es que se tornó insoportable. “Soy tu fan” repetía una, la más rubia, con los ojos saltones y las mejillas ruborizadas.
Cómo fuimos a parar a esa tienda no lo sé. Es motivo de recurrente reflexión. Me corrijo… lo fue hasta que el mercader me comenzó a hablar. Yo seguía parado en el siglo XXI pero por alguna extraña razón me sentía en otra época, cuando aún no estaba en los planes. En los de nadie.
Comenzó a ofrecerme ropa. Se percataba de su exclusividad. Me estaba vendiendo ropa. Verdaderos harapos. ¿Por qué motivos estaba en una tienda de ropa? Lo miré y pensé: “Sos todo lo que nunca quise ser”. Ellas, a un costado, jugaban a ser modelos. ¿Y mis amigos? Otra vez eran humo. Yo intentaba escapar, y fue contra la vidriera que pensé en correr. Ellas se reían, no se callaban; me acordé de las hienas. ¿Qué hice en otra vida para tener que estar allí? Estaba pagando alguna deuda.

Apagón.

Otra vez estaba con mis amigos. ¿Ellas? Eran historia porque no las volví a ver en ningún lado. Todo estaba destruido. Creí estar en lo que en otra dimensión se supondría que serían los lugares que frecuento. Pero todo se veía destruido, como si estuviese en una película. Me dio miedo. A mis amigos también, lo vi en sus caras.
Entramos en uno de los pasillos. Todo era pasillos. Todo laberinto. Pero podía ver por sobre las paredes. Cuando miraba sentía como si estuviera más alto. No entendí el por qué, pero seguí pensando en lo que estaba sucediendo en ese preciso momento. Miré el teléfono que colgaba en la pared. En el piso algo que salió de alguna boca desafortunada, vómito. Por suerte no sentí ningún olor, pero era grotesco.
Una cortina se corrió. Había mujeres. Me abalancé a sospechar que se trataba de prostitutas. ¿Qué hacía yo en semejante tugurio? Alguien gritó: “Corran”.
Me sentí en el infierno, solo faltaba el olor del azufre. Era el más grotesco retrato de la miseria humana. Era un retrato de excesos. Era tiempo de correr y la idea más acertada fue hacerlo.
Ya en otro lugar, con más verde alrededor, pensé en volver a casa. Ya ni recuerdo cuándo me fui para llegar hasta aquí. Mis amigos no sé qué hicieron pero les grité reprochándoles algo. Yo pensaba en los patines. Me harían más veloz en el escape.
“Tenemos que irnos”, dijo. Vamos a tu casa y después vemos, propuse.

Apagón.

Cuando la luz apareció me sentía atormentado. Estaba solo. Yo solo. Era de día, pero sentí que era la noche más fría y oscura de mi vida. Pensaba en los patines… Y corrí a buscarlos. Ya no estaban. ¿Es que acaso pude equivocarme? ¿Dónde los había dejado? ¿Alguien los robó? Volví a la plaza. Estaba solo.
En un abrir y cerrar de ojos todo cambió. Sentí próxima una estampida, y si no actuaba rápido iba a ser mi fin. Miré para atrás pero no pude correr. Adelante una masa sin forma de gente, a toda velocidad, corrían al grito de “Vamos a matarlos”. ¿A quién querían matar? ¿Por qué? Y lo más importante: ¿Qué hacía yo ahí? ¿Dónde estaban mis amigos?
Recordé que estaba en el siglo XXI, a pesar de toda la barbarie. Pensé que esa gente, de hecho, corría hacia una matanza que los enfrentaría quién sabe a qué (o quién). Y yo estaba solo. Solo y aterrado.
Me acordé del celular, que todo el tiempo estuvo en el bolsillo. Lo busqué pero no hubo éxito. Un escalofrío me recorrió la espalda. Comencé a correr contra la multitud, esquivando los cuerpos. Volaban piedras y botellas, y la sangre se olía en el aire. ¿En qué siglo estaba? ¿En qué lugar estaba? ¿Por qué estaba solo?
¿De qué escenario bíblico y apocalíptico estaba siendo parte? La profecía de autodestrucción se estaba cumpliendo y yo estaba en el epicentro; allí donde todo comenzaba y donde todo (sí, todo) iba a terminar. Sin pensar (o más bien sin atender del todo a mis pensamientos) seguí corriendo y caí en un pozo. Casi en trance y desesperado, completamente aterrado, empecé a arañar el piso. Arañaba el piso y me empezaron a sangrar los dedos. ¿Qué me impulsaba a hacer esto? No lo sabía, pero encontré algo. Encontré un celular. Pensé en llamar a mamá pero no recordaba el número. La desesperación se había vuelto amnesia, y ahora que tenía un celular no podía llamar a nadie.
Levanté la vista, recordando dónde estaba, y la turba enardecida corría hacia mí. De repente el tiempo dejó de responder a su lógica. Todo estaba helado. Nadie se movía. Puedo jurar que los latidos de mi corazón se escuchaban en kilómetros a la redonda. Pensé en mamá y papá, y en mis hermanos. Sabía que el tiempo volvería a correr en cualquier momento. Y yo estaba ahí. Los miré a los ojos, aun inmóviles los cuerpos, y vi que se habían olvidado del amor. Solo emanaban odio, y para colmo de males venían hacia mí. Estaban sobre mí.

El tiempo se descongeló.

Apagón.

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lunes, 5 de julio de 2010

Buen viaje

Queda un abismo,
un vacío sin color.
Sin luz. Pura sombra.
Queda la nada.

Quedan las manos desnudas.
La sensación de no estar,
de no saber qué hacer ni decir,
como si no estuviese en tierra firme.

Mi memoria queda a merced del viento.
A los caprichos de un soplido que no es nuestro
atadas quedan las imágenes
que antes habían llenado el cuadro.

No nos dimos cuenta
y el trayecto se acabó.
El paisaje estuvo ahí,
pero nunca frené a disfrutarlo.

Llegamos a la cruz en el mapa.
A la línea de meta.
En este último casillero del juego
sentémonos y miremos hacia atrás.

¡Cómo corrieron las horas!
Se estrellaron contra el sol.
Y no velé por ellas. Tampoco las cuidé.
Se cayeron por el agujero en los bolsillos de algún pantalón.

Un vacio del tamaño de un planeta deformó mi corazón.
Me empapa la tristeza con aroma a licor.
Embriagados de alboroto.
Todo por el deseo de escapar de la novela.

Cada vez las ramas se bifurcan más.
Las rutas van abriendo y ensanchando.
Las flechas van cruzando.
Y los viajeros convinieron que es momento del adiós.

"Adiós, ha sido un placer."
"Adiós, un gusto habernos conocido."
Pero todo esto sigue, cada uno por su lado.
Cada uno con su propia aventura.

¿Por qué tanto dolor?
¿Por qué me toca a mí sentir esto?
Es condensación de ardores inesperados
que se agrupan en una nube de tristeza.

Pero damos cuenta de que las cosas cambian
y ya no somos como ayer.
Ayer dolía. Hoy ya pasó.
Así de sensible soy.

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